Ya no quieren que nos acordemos, pero la reina Isabel II de Inglaterra se murió hace un par de meses. Mientras los medios de (in)comunicación a los que tenía y tuve acceso estuvieron todo el mes de septiembre exponiendo casi al segundo los eventos consuetudinarios que acontecían ante tan luctuoso sepelio y me decía -yo a mí mismo- que el absurdo es superable, busqué por doquier qué opinaba Christopher Hitchens sobre dicha reina.
Hitchens era una especie de “pitufo gruñón” que daba igual lo que dijeras, siempre iba a decir: “Me opongo”. Y parece ser que odiaba a la tal reina Isabel II de Inglaterra. No encontré nada al respecto. Torpe de mí.
Cuando leo me pregunto qué pensarían, de lo que leo diferentes personas. Una persona parada de larga duración, un votante de derechas que viva en el Peri -el votante-, un traductor de libros anarquistas, un rico de larga duración, una jugadora de paddel, Hitchens, el juez de paz de un pueblo de ochenta habitantes, una parturienta de quintillizos que quiere que sus vástagos nazcan en una bañera, un tertuliano que no esté a sueldo, el directivo de una empresa de compra/vena de oro, un testigo de Jehová, cualquier persona que entre en Facebook, yo qué sé. En definitiva, me monto una especie de “La colmena” de Camilo José Cela y luego escribo.
Y luego escribo, por ejemplo, que estoy leyendo una novela que tiene en la portada una fotografía de Antonio Banderas junto a uno que se parece a un antiguo ministro que me parece que era de Economía. La novela se titula “White river Kid”. Su autor es John Fergus Ryan. Está traducida por Gemma Moral. A veces me recuerda algo a algunas historias de Cormac McCarthy.
Ya está. Ya no escribo más. O bueno sí porque me acuerdo de que cuando Carlos III de Inglaterra (como si me importara mucho. O poco) mientras nos enseñaban que tenía los dedos de las manos morcillones, echó a la calle a cien empleados. Y la dispersión se llama no sé qué de que Toni Cantó abandonó la oficina del español, que Meloni no sé qué, que Olona lo de más allá, que si Ayuso y Pedro Sánchez y Feijoo y qué risas con Alberto Casado (que, según me dijeron, era el tío más guapo cuando se convirtió en el diputado más joven de la Asamblea de Extremadura) y antes Marlaska y ahora la ministra Montero (en internet un fontanero en paro la insulta diciendo que es “cajera de supermercado” y ya se sabe que mayor insulto no cabe) y que antes caía mal José Bono y ahora García-Paje no me acuerdo por qué.
Y leo que los antepasados de la fallecida reina Isabel II se lucraron con el tráfico de esclavos “hasta bien entrado el siglo XX”. Y que en 2010 salieron documentos (no los he leído) que “acreditaban” las torturas británicas en Kenia, una de las colonias inglesas, allá por 1953 cuando entró a reinar. Y luego estaba la Commonwealth que a saber qué era. O es. No tengo ni idea. Soy disperso, dejo de prestar atención a una cosa, porque me atrae otra y luego otra y otra.
Y quería escribir de no sé qué, pero ni me acuerdo. Hace una hora de ello.
Y me acuerdo de una novela de ciencia ficción titulada “A vuestros cuerpos dispersos” de Philip J. Farmer. No viene a cuento tampoco. En esta novela el protagonista resucita en un río que abarca todo el planeta. Junto a él han resucitado los treinta y seis mil millones de seres humanos que han existido desde que la vida existe. Como las celdas de una colmena.
Sigo buscando qué dice Hitchens (que decían que era la suma de Voltaire más Orwell) sobre Isabel II. No tiene sentido. Nada tiene sentido. El otro día un amigo me dijo que era una mierda que supiera tantos nombres que él no se sabía. Y que no es malo tener tan abiertas las anteojeras. O el foco. No me acuerdo. Qué disperso (me esparzo, desparramo, me desperdigo) soy. Como todos. Eso sí, si me pierdo, me busco entre libros.