A mí nunca me explicaron “El soldadito de plomo”. Ha tenido que ser ahora, cincuenta años después, cuando me he enterado en profundidad de la historia del intrépido y cojo soldadito de plomo.
No, no es que el soldadito fuera un tío plomo, un pesado o un cansino al estilo de los de José Mota, no, que va, el personaje principal de la fábula que escribió el danés Hans Christian Andersen en 1838 era buena persona. Un poco pánfilo (lento, sosegado, cachazudo) a lo Crispín Klander, el modosito que “cruzando el Mississipi» decía aquello de cuidadín, cuidadín, pero decente y honrado. Se da por hecho porque tiene una sola pierna.
La historia es como sigue. Un niño (de clase alta, por supuesto, en aquellos años, por culpa de las guerras napoleónicas solo tenían dinero los que se aprovecharon de tal coyuntura) recibe por su cumpleaños una caja con veinticinco soldados de plomo. A uno de ellos le falta una pierna. Cuando yo era pequeño nos hicieron creer o saber que por eso era diferente. Menuda mierda.
El soldadito encuentra en la casa de su dueño, “una hermosa bailarina hecha de papel con una cinta azul anudada en el hombro y adornada con una lentejuela”. Así cualquiera se enamora. Se la queda mirando. Parece coja pues está en posición plié, semiplié, relevé, ballotté o echapé, a saber.
A medianoche (lo de Toy Story fue después) los juguetes reviven y salen de sus cajas. En el cuento, un duende (con poco duende) prohíbe a nuestro protagonista que mire a la bailarina. Pero, él, que se fijaba más que una mula maquinando y como estamos en 1838, en pleno romanticismo, siguió mirándo fijamente a su bailarina.
Al día siguiente el soldadito cae por una ventana y acaba incrustado boca abajo pinchado en un montículo de arena por su fúsil (nunca se supo si era un Mauser o una carabina Krag-Jørgensen noruega).
Empieza a llover. El soldadito con el agua se desentierra. Lo encuentran dos gamberros de le banlieue de Copenhage. Hacen un barco de papel con un Marca de la época. Embarcan en él al soldadito de plomo.
La corriente arrastra al soldadito calle abajo hasta que cae a una alcantarilla mugrienta y oscura donde una rata le pide que le enseñe el carnet que demuestre que ha pagado para viajar por su cloaca.
El barquito de papel (del que Joan Manuel Serrat escribió “barquito de papel sin nombre, sin patrón y sin bandera, navegando sin timón donde la corriente quiera», sigue su curso hasta que se precipita a un canal. El papel se deshace y el soldadito naufraga.
Un pez se lo come y de nuevo el soldadito queda sumido en la oscuridad (léase “En el vientre de la ballena” de Orwell, “Jonás y la ballena” de la Biblia, “El monstruo de Santa Elena” de Albert Piñol y “Moby Dyck” de Melville)
Antes de que el bicho haga la digestión, el pez es pescado cual siluro de foto de Facebook.
El soldadito despierta y se encuentra en la misma casa del principio. En la misma caja de juguetes. Junto a su amada bailarina de una pierna plié o semiplié.
Se miran. Con una mirada se dicen todo. A la bailarina no le da tiempo de pensar si sí es sí o no. Estamos en 1838. Se hacía lo que decía el hombre, como hasta no hace tanto.
De repente, uno de los niños (que se parecía al Kierkegaard que leían “Faemino y Cansado) agarra al soldadito y lo arroja sin motivo a la chimenea. Qué mala persona es el niño. “Una corriente de aire arrastra también a la bailarina y juntos, en el fuego, se consumen. A la mañana siguiente, al remover las cenizas, la sirvienta encuentra un pequeño corazón de plomo y una lentejuela.”
Este es el final del cuento.
El amor, la perseverancia, el destino, lo diferente, la mirada del destino, el poder de las circunstancias. Todo esto se puede aprender del cuento de amor y aventuras llamado “El soldadito de plomo”. Cuántas cosas no me explicaron en mi lejana infancia.