De mi clan familiar recuerdo con mucho cariño a mi abuelo Mariano, de la estirpe asturiana de los “Coque”. Es ferroviario de aquellos republicanos azañistas que salvan el culo en la postguerra, milagrosamente, gracias al azar y a su hoja de servicio de cuando el desastre de Annual. Su condición de jefe de estación favorece que su vida no pase por excesivas penurias. De él me viene mi sangre ferroviaria, de puentes de hierro.
Son tiempos de estraperlo procedente de la vecina Portugal y él mira a otro lado porque la gente tiene que ganarse la vida. Siempre me repite que de haber sido otro, hubiese hecho mucho dinero con la miseria de los demás. Leonés recio, del Bierzo y del buen bebercio, se asienta en la estación de Palazuelo-Empalme, en la encrucijada de aquellos trenes de carbón y de asientos de madera que surcan el Ruta de la Plata.
Mi padre, Miguel, aprende en Madrid la profesión de sastre y se quita el hambre de perdedor de una contienda incivil viendo películas para después de una guerra en los cines de la Gran Vía del foro. De esa forma, tan cinematográfica, confunde, engaña y entretiene la gazuza y la necesidad. Basta con una sucesión de fotogramas en blanco y negro de la época, aunque, eso sí, siempre llega tarde para evitar ver el No-Do de la victoria.
En esa primera época, las niñas están desaparecidas de nuestras tardes divertidas y de nuestros veranos eternos de garullas y risas; entre otras razones porque no conocemos otra forma de relacionarnos que la rivalidad resuelta a través de la fuerza. Mi relación con ellas y la exploración sobre sus juegos, gustos y preferencias las voy haciendo a través de mis dos hermanas.
Pero las mujeres de la familia que conforman el núcleo duro de la casa son: mi madre Lucía y mi abuela Ángela. La autorregulación cósmica ha querido que la una sea el calco de la otra y la otra el calco de la una, lo que anuncia una cierta dificultad en la gestión de la jerarquía familiar. Son suegra y nuera, guapas, tajantes, vehementes, directivas, católicas románicas, y defensoras a ultranza de las buenas formas y de los santos sacramentos. Como los polos del mismo signo de un imán se repelen.
En ese territorio de mi infancia, mi barrio es el universo a defender con mi pandilla. Mi casa, en la calle Trujillo, está abrazada por el río Jerte, la ermita de la Salud y dos catedrales superpuestas; una románica y otra gótica, el Palacio del Obispo, el del Marqués de Mirabel, y por varias iglesias y conventos que se acompañan de fuentes con peces de colores, plazas y plazoletas con limoneros y naranjos. Un paisaje pétreo donde sigue congelándose la historia, y donde el acceso al patio de cada casa te adentra en la exploración de mágicos espacios, que aún hoy sigue siendo escenarios de juegos infantiles.
En aquel tiempo no necesito preguntarme qué hay detrás del horizonte porque la felicidad junto a mis amigos, fuera del ruido familiar, es gratis. En mi pueblo, los niños nos organizamos por barrios para programar las guerras y los juegos. Hay una tendencia implícita a establecer alianzas o competencias insalvables con otras bandas de chavales que nos lleva, más de una vez, a ver chorretones de sangre en nuestras cabezas y extremidades.
Las pandillas, nos citamos a determinadas horas y días, en el “Cancho del Avión” para lanzarnos piedras con hondas, tiradores o a mano. Quien tomaba la parte alta de la zona granítica tenía todas consigo. Más de una “pitera” y de un ojo estallado son el fruto de aquella primitiva forma de certificar quién es más bruto. Más suaves y divertidas son las guerras de cagajones secos de vacas en un tentadero cercano a Plasencia, en campo abierto, llamada la Plaza de “Currito” o los partidos de fútbol contra la pandilla de los ricos y más pijos del pueblo. Fútbol «canchalero», sin árbitro y con porterías improvisadas con piedras, carteras y mochilas. Somos niños pero tenemos una cierta conciencia de clase que siempre celebramos ganándoles en su propio campo.
Bonitos recuerdos de esa infancia que nos recuerda la propia